Vivimos una realidad en
la que la hipocresía de los que dominan el mundo ha llegado a extremos
que pocos hubiesen podido imaginar en épocas pasadas. Las luchas de los
explotados, con mayor o menor organización, pero cada vez más
consecuentes para oponerse a esa condición, obliga a los explotadores -a
través de su representación política, los partidos y gobiernos del
sistema- a enmascarar la realidad que generan y fomentan, con
herramientas necesariamente mejor aceitadas día a día.
Eso se debe a que
antes el explotador no tenía que disimular nada para mantener sus
privilegios, y hoy tiene que adormecer la reacción de aquellos a los que
explota. Antes, el patricio no tenía que dar explicaciones a su esclavo
para privarlo de su libertad, lo mismo que el señor feudal con sus
siervos o luego el patrón con sus obreros al principio del capitalismo.
Sin embargo, a través de los años, las luchas de los trabajadores para
terminar con los atropellos de los capitalistas han puesto sobre el
tapete de la sociedad mundial, sin disimulo, la lucha de clases, que
determina las estrategias de unos y otros para coartar, o lograr y
defender, espacios de libertad.
La clase dominante, la burguesía, los
patrones, en sus roles de empresarios, terratenientes, banqueros o
financistas, en un “acuerdo tácito” moldeado por el modo de producción
capitalista y el imperialismo financiero, han dado un significado a su
forma de ver el mundo y organizar la sociedad, autoproclamándose
adalides de “la Libertad”
Pero... ¿de qué libertad hablan estos “señores”?
Convengamos
que el hombre, en tanto ser social, no puede ser completamente libre.
La vida en sociedad implica la observación de ciertas reglas que limitan
el desenvolvimiento de cada sujeto en su lapso de vida. Digamos, algo
así como “mi libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Uno
no puede meterse de prepo en la vivienda de los demás, ni construir la
suya sin tener en cuenta la urbanización que lo rodea. Cada ser humano
debe crear su propia intimidad, y aún con su grupo más íntimo genera sus
propias reglas de convivencia. En una aldea o un barrio, habrá que
observar más limitaciones aún, y comportarse de tal forma que no resulte
una molestia para sus vecinos.
A medida que la sociedad se hace más
grande y complicada, las reglas son mayores. No se puede transitar de
cualquier manera para trasladarse de un lado a otro, hay reglas de
tránsito que incluso los peatones deben respetar para evitar que la vida
en social sea un caos. Esos cotos a la libertad de cada uno son
razonables y lógicos, porque sería imposible vivir sin ellas. Son para
todos por igual, más allá de las diferencias sociales, pues quien no las
respete pone en peligro su propia seguridad y hasta su vida, además de
la de los demás.
Sin embargo, hay otras “libertades” a las que no
todos tienen acceso, y dependen fundamentalmente de las escalas
sociales, del poder económico, del poder político de quienes las
ostentan, de las vinculaciones entre sí, incluso hasta del lugar de
nacimiento, y ni qué hablar de las creencias religiosas, ya que al
observar las reglas establecidas como “normales” o “naturales”, lo que
en concreto se plasman son las desigualdades que surgen de la forma en
que se ha organizado la sociedad mundial en general, con
particularidades y características propias en cada estado, país, nación o
región de la Tierra.
El sistema imperante en el mundo actual es
el Capitalismo, más allá de las variadas culturas, religiones y de las
formas diferentes de organización política que tengan los distintos
Estados, porque a todos, más allá que estén gobernados por monarquías
absolutas ( como por ejemplo Arabia), monarquías parlamentarias (
Inglaterra, Suecia, Holanda, España), democracias republicanas (EEUU,
Venezuela, Argentina), o repúblicas socialistas ( Cuba, China, Vietnam),
el modo de producción capitalista los ha atravesado a todos o a la
mayoría, y al menos condiciona a todas las naciones del planeta.
Los que
dominan la sociedad mundial entonces son los dueños del capital,
vanguardizados por los gerenciadores de la expansión financiera. Éstos
son los que concretamente modelan la realidad en la que vivimos. Éstos
son los que generan los hechos que se enquistan en forma de
“consciencia” en las mentes de los millones de seres humanos que viven
en este planeta. Son los que, en definitiva, además de ser los dueños de
los medios de producción, servicio, esparcimiento y difusión -y
justamente por ello-, le dan significado a los conceptos según sus
intereses.
Es así que, por ejemplo, “democracia” significa votar a quien
nos gobierna cada una cierta cantidad de años, mientras una minoría
toma las decisiones que condicionan nuestras vidas todos los días.
“Justicia” es el orden jurídico que protege la estructura social que han
creado para fomentar y sostener sus privilegios. “Progreso” es el
desarrollo necesario para mantener sus tasas de ganancia, sin importar
el costo social y ambiental que ello represente. “Orden”, es mantener
inviolable el sistema que posibilita que unos pocos gocen de sus vidas a
costa del sudor de millones.
De esta manera, basados en estos
principios, los capitalistas, la burguesía, crean una “cultura” que se
impregna en las mentes de los explotados y los “naturalizan”. Uno de los
más importantes es la “Libertad”, claro que cargado de un innegable
interés de clase.
Apoyándose en el concepto burgués de
“libertad”, los que dominan al mundo han creado una realidad que priva a
la mayoría de los seres humanos de ella
Si bien la división
política de los estados no es un invento puramente de la burguesía,
cierto es que ésta ha agilizado la movilidad de las mercancías y las
finanzas globalmente, al tiempo que pone obstáculos burocráticos o
endurece los controles para el traslado de las personas. Uno piensa que
la humanidad pobló el planeta a partir del libre traslado de los
primeros individuos de la especie, en lo arbitrarios que son los límites
fronterizos, en lo absurdo que es el hecho de que alguien por haber
nacido en un territorio llamado “Estado” o “país” no pueda pasar a otro
sin pedir permiso, y no puede sino entristecerse por esa restricción a
la “libertad”. Vale la pena poner el acento en que “el país de la
libertad”, como se lo llama irónicamente a EEUU, es uno de los países
con normativas más duras para dejar entrar extranjeros en su territorio.
Dentro
de los Estados, también existen restricciones para la “libertad de
trasladarse”, y están basadas en el nivel económico de las personas.
Desde la posibilidad de adquirir vehículos con autonomía suficiente y su
mantenimiento, hasta pagar un boleto para el transporte público,
pasando por el pago de peajes en rutas y autopistas, y ni qué decir
sobre poder costearse la estadía en el lugar de traslado, constituyen
todos cotos a la libertad. Hasta quien decida trasladarse a pie
encuentra el límite de sólo poder desplazarse allí donde los Estados han
construido caminos, pues más allá de ellos se encuentra con la
principal barrera para la libertad humana: la propiedad privada de
terratenientes y empresas. Éstos se han dividido el planeta en inmensas
parcelas que son de su propiedad (las más ricas), dejando para la
mayoría de los mortales las tierras improductivas, rincones
superpoblados como las ciudades y pueblos con menor cantidad de gente
pero viviendo todos en pequeños lotes donde construyen sus viviendas por
las que deben rendir tributo al Estado, consecuencia directa del modo
de producción burgués.
En épocas remotas, los seres humanos
migraban libremente para encontrar lugares donde asentarse, buscando
mejores condiciones de vida. Posteriormente, en tiempos de organización
social más avanzada, tales migraciones continuaron produciéndose, en
menor medida y ya no tan libremente; algunos lo hacían alejándose de las
opresivas condiciones que generaban las clases dominantes allí donde se
encontraran.
De estas iniciativas, las había individuales o grupales, y
las promovidas por determinados estados: las conquistas coloniales de
las metrópolis europeas se sirvieron de esas ansias de “libertad” que
muchos individuos tenían para conformar sus fuerzas de ocupación;
lastimosamente, el costo inhumano lo sufrieron las poblaciones
autóctonas colonizadas, que vieron coartada su libre determinación a
desarrollarse según su idiosincrasia y saqueado su patrimonio cuando
fueron sojuzgados por los invasores que impusieron sus propias reglas.
Más allá de cuáles fueran las motivaciones, lo cierto es que en la
actualidad, esa libertad para elegir dónde asentarse, en los países
mediana o totalmente desarrollados es imposible, sin contar con el
potencial económico para ello. Donde no haya propiedad privada, la habrá
estatal, y el fisco extenderá sus garras donde sea para regular o
recaudar.
La necesidad de “estar en regla” con una sociedad que
ha generado una institución “Estado” que, ya sea en su clase dominante o
a través del fisco funcional a sus intereses, se ha apropiado de todo,
no deja margen para “elegir” libremente qué hacer con nuestras vidas
para tener un paso medianamente digno por este mundo.
No queda otra
opción que adaptarse a las normas establecidas por sus dueños, aún para
aquellos que intentan cambiar de raíz esa forma de organizar la
sociedad. Es así como entonces, los que no tienen capital, es decir, los
que no tienen otra cosa para vender que su “fuerza de trabajo”, deben
someterse al arbitrio de trabajar por un salario bajo las reglas
impuestas por los patrones. Ese coto a la libertad, la burguesía la
presenta como “libertad de trabajo”, que no es tal, si analizamos un
poco más en profundidad. Para “conseguir trabajo” hay que satisfacer las
necesidades de la patronal, por lo que hay que estar “formado” para
ello: de ahí que la “educación” esté dirigida según las exigencias del
modo de producción capitalista.
Las políticas de educación, ya sea en
ámbitos públicos o privados, se pergeñan en función de ellas. Los
programas educativos son la herramienta más eficaz de transmisión de la
cultura impuesta por las clases dominantes. Esa “discrecionalidad”
constituye una concreta limitación a la libertad, a lo que hay que
sumarle la desigualdad producida por las diferencias existentes entre
los centros educativos públicos -a los que concurren los sectores de
menor poder adquisitivo-, y los privados, a los que tienen acceso los de
mejor nivel económico.
Esta es la consecuencia de, bajo la óptica de
los que a todo le ponen precio, considerar un “gasto” para las arcas del
Estado a la educación, mientras la transforman en mercancía para el que
pueda pagarla en ámbitos de gestión privada.
Los trabajadores
entonces, deben pasar por el “filtro” patronal para conseguir un puesto
laboral. Una vez allí, se ven sometidos a las reglas establecidas por
sus jefes: horario, presentismo, presencia, vestimenta, horario de
comida, entorno de tareas, tiempo de descanso.
La única forma de
discutir las arbitrariedades patronales es la agremiación de los
trabajadores, lo que permite consensuar de alguna manera las condiciones
de trabajo y los salarios.
En concreto, lo que se discute dentro del
capitalismo a través de la sindicalización es el nivel de explotación
que tendrán los asalariados, no el fin de la misma. Para ello hace falta
dar el salto de la organización reivindicativa a la política. Aún así,
los avances contra el derecho a sindicalizarse de los trabajadores no
cesan por parte del empresariado, pasando de hecho, incluso, por encima
de legislaciones laborales vigentes en algunos países.
También
están los que, por diversas causas, casi siempre ajenas a su voluntad,
son expulsados y marginados del mercado laboral. Son los que forman
parte del “ejército de desocupados” que, desde la perspectiva de los
explotadores, sirven como “elemento de disciplinamiento” o de “presión” a
los trabajadores activos. Los desocupados se ven obligados a “ocuparse”
de la manera que les sea posible, convirtiéndose en cuentapropistas que
venden su fuerza de trabajo por debajo del nivel salarial establecido,
aceptando condiciones de trabajo precarizadas, lo que constituye una
limitación a las legítimas aspiraciones de mejora de los ocupados. Un
porcentaje de ellos podrá intentar hacerse de algún pequeño “capital”,
para comerciarlo casi siempre fuera de las reglas impuestas por la
burguesía, en lo que se denomina “mercado informal” o “negro”.
Por más
honestamente que traten de hacerlo, el “Estado de los capitalistas” los
perseguirá permanentemente, argumentando faltas a las normativas, pago
de impuestos y deficiencias inmobiliarias. El caso de los vendedores
ambulantes y artesanos, permanentemente acosados, es el más claro
ejemplo de esta situación que atenta contra la tan mentada “libertad de
trabajo”. Está claro que en el capitalismo, la libertad de trabajo es
únicamente la libertad de los capitalistas para explotar a sus
trabajadores.
“Esa” es la única “libertad” que existe realmente
en el mundo de hoy. Los trabajadores deben cumplir reglas hasta para
enfermarse y tratar esas enfermedades. El trabajador debe demostrarle al
patrón que su salud se ha deteriorado para poder faltar
justificadamente a cumplir con su tarea, lo cual siempre acarrea
consecuencias, un ejemplo es el no cobro del “presentismo”, otro ardid
normativo creado por la patronal. Por otra parte, los que tienen un buen
pasar económico tienen a su vez acceso a todos los avances de la
medicina. Pero los que dependen de una obra social o los que ni siquiera
cuentan con ella, se ven marginados de esos avances, sometidos a toda
clase de injusticias, mal trato, irrespeto y privaciones.
El Estado de
la burguesía se desentiende de la Salud Pública a la que, como a la
educación, considera como un “gasto” en vez de un “derecho”, por lo que
los hospitales públicos son desatendidos en favor de las clínicas
privadas, donde la salud es transformada en un “bien”, una mercancía a
la que, obviamente, se le pone un precio. Hasta para enterrar a sus
muertos, los que viven de su salario deben observar los
condicionamientos que les impone el sistema, lo que siempre implica, en
los momentos más dolorosos de la existencia, una erogación económica que
no siempre está a su alcance.
Incluso la tan mentada “libertad
de expresión” no es más que una entelequia para las mayorías
asalariadas, que encuentran cada vez más obstáculos para difundir sus
pensamientos autónoma y masivamente. Desde el Estado se les quiere poner
límites, “normatizando” el derecho a la huelga y la protesta. ¿Puede
considerarse “libertad” el derecho a expresarse entre cuatro paredes, o
incluso en las calles, si no se tiene acceso a los medios masivos de
comunicación, o se lo tiene pasando por el filtro y la voluntad de los
dueños de esos medios, siempre capitalistas, que determinan qué se puede
difundir y qué no, según sus propios intereses? Los trabajadores,
generando sus propios medios, siempre se encuentran con la barrera
económica que le pone límite a sus aspiraciones, peleando como David con
los poderosos Goliat que componen la burguesía. La “libertad de
expresión”, entonces, no es más que “cartón pintado” por los pinceles de
sus verdaderos y únicos dueños: los dueños del poder económico.
Para
conservar ese orden establecido, los burgueses han modelado fuerzas
represivas dirigidas a disciplinar a todos aquellos que atenten contra
el Estado que cuida sus privilegios. Las cárceles no sólo están llenas
de pobres -y aún en ellas hay diferencias entre el hacinamiento al que
condenan a los marginados y los confinamientos “vip” para los ricos que
lleguen a “caer en desgracia”- sino que no se castiga el peor de todos
los robos de un individuo hacia otros: el que se consuma cuando el
patrón le paga el sueldo a sus trabajadores, que es cuando se plasma el
robo de la riqueza que éstos han producido y es apropiado por aquél en
forma de plusvalía. El capitalismo legaliza ese latrocinio. Por
supuesto, para todo el que se ponga en contra, milite y proteste contra
esa forma de organizar la sociedad, están las leyes, las sanciones, las
condenas, los palos y las balas. Eso es el Estado Capitalista, el Estado
Burgués, administrado siempre por la representación política de los
intereses de clase de empresarios, terratenientes, banqueros y
financistas
La “Libertad” que vivimos, entonces, no es más que la
libertad de las clases dominantes. Es un concepto vertido con un claro
interés por los que dominan el mundo. “Su” libertad no es más que la limitación de las libertades de la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta.
Ellos son los dueños de las riquezas, de los medios de producción que
las elaboran y transforman en mercancías, de los medios de
comercialización y servicio que devienen de ellas, de los bancos y
financieras que financian esas actividades, de los centros de
esparcimiento y de los medios de comunicación que difunden las bondades
de la organización social que fomenta y sostiene sus privilegios.
Tienen
la potestad sobre todos los beneficios del desarrollo humano y de la
naturaleza, son dueños de los ríos, de los mares, de las montañas, de
los glaciares, de los bosques y las selvas, de las plantaciones y del
ganado, cotos privados a los que la mayoría de los seres humanos tienen
negado el acceso o deben pagarles para tenerlo.
Esa es la
“libertad” de la que nos hablan los capitalistas, contraria a la
libertad humana. La historia de la humanidad es la historia de la lucha
de los explotados para dejar de serlo, lo que implica la lucha por la
libertad. La libertad de poder gozar de la vida, todos y no unos pocos,
en la única oportunidad que tenemos de pasar por este mundo, disfrutando
armoniosa y equitativamente de lo que nos ofrece la naturaleza y el
desarrollo tecnológico.