Poco ha trascendido, a mi juicio, una noticia tan importante como la referida al permiso otorgado a las empresas petrolíferas por el Gobierno de Ecuador para iniciar actividad extractiva en el Parque Nacional Yasuní.
En el año 2007 el Gobierno de Ecuador inició un programa llamado Yasuní ITT
en el que “se comprometía “a mantener indefinidamente bajo tierra las
reservas petroleras del campo ITT en el Parque Nacional Yasuní, el lugar
más biodiverso del planeta”. El Gobierno pedía “a cambio una
contribución internacional equivalente al menos a la mitad de las
utilidades que recibiría el Estado en caso de explotar el petróleo de
este bloque en la Amazonia”, según exponían en la web oficial.
Concretamente, Ecuador pedía a la comunidad internacional un total de
3.600 millones de dólares (unos 2.700 millones de euros) a cambio de no
explotar unos recursos naturales cuya comercialización les reportaría
unos 7.200 millones de dólares.
Es decir, un país situado en la posición 89 en el ranking de Desarrollo Humano de la ONU,
y etiquetado como de “desarrollo humano medio”, estaba dispuesto a
renunciar a importantes rentabilidades económicas con tal de mantener un
espacio natural del que, por razones obvias, se benefician todos los
países del mundo. Eso sí, a cambio pedía una compensación a la comunidad
internacional que, según se anunciaba, pudiera fortalecer las políticas
de erradicación de la pobreza y el combate contra la desigualdad en el
seno del país latinoamericano.
Según informa El País,
“dejar el petróleo bajo tierra significaba no emitir más de 400
millones de toneladas de CO2 (similar a las emisiones de España en un
año), según una publicación de 2011 de académicos ecuatorianos. A ello
hay que sumar el peligro para la biodiversidad existente (100.000
especies de insectos, 150 de anfibios, 121 de reptiles, 598 de aves y
unas 200 de mamíferos, aparte de unas 3.000 de flora) y la salvaguarda
de los derechos de los pueblos indígenas que habitan en la zona,
principalmente los waorani, que tienen dos clanes (los tagaeri y los
taromenane) que se internaron voluntariamente en la selva virgen a
inicios de los setenta, justo cuando arrancaba la exploración y futura
explotación petrolera en el Ecuador”.
Pues bien, seis años más tarde de los 2.700 millones de euros sólo se
han recaudado 13,3 millones, es decir, apenas el 0,37%. No le falta
entonces razón al presidente Rafael Correa cuando denuncia que “el
factor fundamental del fracaso (del proyecto) es que el mundo es una
gran hipocresía”.
El Gobierno español donó al proyecto 1 millón de euros, una cantidad
ridícula pero que ya es muy superior a la que otros países desarrollados
han aportado. Para hacerse una idea de la magnitud del compromiso,
basta pensar que la Reserva Federal está inyectando cada mes más de
80.000 millones de dólares para estimular su economía; que sólo hasta
2011 España había comprometido 336.000 millones de euros en ayuda a la banca; que el Gobierno español ha dado por perdida hasta 36.000 millones de euros de esa ayuda; y que sólo en el mes de julio el Estado español se endeudó por 877 millones de euros adicionales al presupuesto para financiar Gasto Militar.
El caso de Yasuni puede -y en mi opinión debe-
analizarse desde una óptica más abstracta. Y es que tiene que ver, desde
luego, con la lógica depredadora de un sistema económico dirigido por
los beneficios y que no atiende a lógica o plazos temporales distintos.
Un sistema-mundo que aunque está políticamente dividido en múltiples
Estados-Nación tiene un funcionamiento económico cuyos efectos
económicos, sociales y medioambientales se hacen notar globalmente. Así,
la contaminación que provoca la desaforada actividad contaminante
china, estadounidense o india tiene efectos perversos en todas las
partes del planeta -ejemplo de ello es el cambio climático. Y, a la
inversa, los “beneficios” medioambientales de las reservas naturales de
Ecuador o Brasil tienen consecuencias positivas incuantificables por el
mercado. Lo que los economistas han tratado de describir con el concepto
de “externalidades”.
Por otra parte, los resultados de Yasuni no son sino un eco de los
innumerables intentos -todos fracasados- de la comunidad internacional
por dotarse de un sistema de solidaridad ecológica. De hecho, ni
siquiera hoy parece probable que podamos esperar resultados positivos
del Protocolo de Kioto. Cabe recordar que los países que se han
comprometido a reducir emisiones en la nueva fase del Protocolo no
alcanzan el 10% de las emisiones mundiales. Ni Japón ni Rusia, ni
Canadá, ni Nueva Zelanda ni por supuesto Estados Unidos -que nunca
ratificó el Protocolo- ni China e India han participado de esos
compromisos. Así las cosas, algunos todavía piensan que funcionarán
mejor los absurdos sistemas de pago por el “derecho a contaminar” como los aprobados por la Unión Europea.
El caso de Yasuni es, en última instancia, un problema del
capitalismo. La lógica competitiva del irracional sistema empuja a los
países a elegir entre crecimiento económico y respeto al medio ambiente.
Esa lógica está hecha explícita en todos los acuerdos que tienen que
ver con el medio ambiente. Sin ir más lejos, la UE se comprometió en 2009 a reducir sus emisiones de CO2 un 20%
pero anunció que podría alcanzar el 30% si otros países estaban
dispuestos a hacer lo mismo. Es decir, no es una cuestión de carácter
técnico -de capacidad- sino político -de voluntad-. Es fácil ver que
pocos países están dispuesto a convertirse en los tontos útiles de la
comunidad internacional y dejar que otros sean los gorrones o, en la terminología académica, los “free-riders“.
En definitiva, tenemos constancia ya de que el opulento modelo de
consumo que impone el sistema económico capitalista no puede ser
extrapolado a toda la población. Se entiende también, como otros
autores, que “el nivel de consumo que ha caracterizado a los países del
centro es imposible de exportar al resto del mundo, aunque sólo sea
porque el planeta no da para tanto. Hace tiempo que se han quebrado los
límites de la sostenibilidad del planeta. Y cualquier proyecto político
que trate de ignorar esto es, sencillamente, una estafa” (C. F. Liria y
L. Alegre, El Orden de El Capital).
Nuestro planeta tiene recursos finitos, y es radicalmente imposible
que pueda soportar eternamente un expolio de estas características. No
hay duda; este sistema de producción y consumo inevitablemente llegará a
su fin. La cuestión relevante es saber si llegará a su fin de forma
ordenada y pacífica, o de una forma brusca y caótica que termine
envuelta en una serie de conflictos gravemente perjudiciales para el ser
humano. Es la vuelta al conocido dilema entre socialismo o barbarie,
pero ahora también desde el prisma ecológico. Casos como el de Yasuni
nos demuestran que la lógica del sistema, y la complicidad de los
gobernantes de la llamada comunidad internacional,
apuestan con sus
hechos por la barbarie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario