Tomado de: Abandonemos el Consenso de Washington, forjemos el Consenso de Estambul
El mundo ya tuvo más que suficiente con el Consenso de
Washington. Es hora de imponer el Consenso de Estambul, un acuerdo
basado en el sentido común, las soluciones de bajo costo, la
transparencia y la justicia.
Antes de Estambul, el encuentro más reciente organizado por la
ONU para tratar el tema de los llamados “países menos desarrollados”
tuvo lugar hace diez años, en pleno auge del Consenso de Washington. Los
principales arquitectos de las reglas y los elementos de aquel conjunto
de políticas fueron el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Institucional.
Podemos resumirlas rápidamente: lo privado siempre funciona mejor que
lo público, hay que privatizar los servicios públicos y evitar que el
gobierno se encargue de nada que el sector privado pueda asumir; hay que
integrar al país a la economía internacional, independientemente de su
nivel de desarrollo; hay que reforzar el “libre” comercio, es decir, el
comercio sin límites ni regulaciones; hay que dar la bienvenida a la
inversión extranjera en todos los sectores, sin importar la empresa de
la que provengan los capitales, aun cuando alguna de esas compañías sea
mucho más poderosa que las del país; hay que asegurarse de que la mano
de obra sea “flexible” y agradezca cualquier empleo que aparezca, y así
aplazar la demanda de mejores salarios y condiciones laborales; por
sobre todo, hay que reconocer que el mercado tiene la razón, no se puede
equivocar y por eso no debe regularse desde afuera, sino dejarlo
organizar la economía y la sociedad conforme a sus intereses. Este
“consenso” se parece bastante a las doctrinas religiosas.
El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional llevan unos treinta
años prodigando consejos a todos los países endeudados del hemisferio
sur, entre ellos los países menos desarrollados. Cuanto más débil el
país, menores sus posibilidades de oponer resistencia o plantear
contraargumentos. Cada gobierno recibe un programa obligatorio “de
ajuste estructural”, un plan diseñado a modo de receta única que exige a
los países “recurrir a sus exportaciones para superar la deuda”. Se
supone que estos países deben obtener divisas mediante la exportación
de, en su mayoría, materias primas y cultivos comerciales para pagar
viejos préstamos. Deben también eliminar el acceso gratuito a servicios
como salud y educación e imponer medidas de “recuperación de costos”, es
decir, ponerles precio.
Estos programas suenan muy bien, excepto por un pequeño detalle: no
funcionan (si por “funcionar” se entiende que las personas estén
económicamente mejor, se reduzca la desigualdad entre y dentro de los
países, se disminuyan o eliminen la miseria y el hambre, se multipliquen
las oportunidades de tener un empleo digno y tenga lugar un cambio que
efectivamente merezca denominarse desarrollo.
Las políticas del Consenso de Washington no llevan a tales resultados;
en realidad, las únicas sociedades que solían etiquetarse como
tercermundistas y han dejado atrás el subdesarrollo, desde Corea del Sur
hasta China, hicieron la transición mediante políticas diametralmente
opuestas a la fórmula recetada por los economistas neoliberales del
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional: interfirieron de
manera directa en los mercados con subsidios, controles de salarios y
precios, altos aranceles, inversión pública masiva en educación,
etcétera.
Los países menos desarrollados, en el mejor de los casos, se encuentran en el mismo punto que hace diez años; en la mayoría de ellos, la situación ha empeorado.
Por su parte, los países menos desarrollados, en el mejor de los casos,
se encuentran en el mismo punto que hace diez años. En la mayoría de
ellos la situación ha empeorado y el número de naciones clasificadas
como países menos desarrollados se duplicó: ahora son 48. Las metas de
desarrollo del milenio no se cumplirán en el plazo fijado (año 2015),
pues las tendencias actuales indican que necesitaríamos 100 años para
reducir el hambre a la mitad. Estos países tampoco han “superado la
deuda”, como lo prometía el Consenso. En conjunto, los países menos
desarrollados siguen hundidos en la deuda y dan a sus acreedores,
públicos y privados, $11.400 por minuto por concepto de pago del
servicio de la deuda.
Sabemos lo que necesitan esos países y la Cumbre de Estambul debería
servir para dejar bien claro este mensaje: al igual que todas las
personas en el planeta, quienes habitan los países menos desarrollados
necesitan alimento y agua limpia, una vivienda, educación para sus
hijos, salud (incluida la salud reproductiva) y un entorno físico digno.
Además, necesitan urgentemente la cancelación de la deuda. Ahora el
Banco Mundial enfatiza el papel del conflicto en los “Estados frágiles”
al perpetuar su subdesarrollo. No obstante, pasa por alto la clara
correlación estadística entre el conflicto y los altos niveles de
endeudamiento. La fragilidad de algunos, como Somalia, borda el abismo.
También sabemos, en general, qué hacer para dar a la gente lo que
necesita o, mejor aún, ayudarle a desarrollar la capacidad de
proveérselo por sí misma. Hay, por ejemplo, infinidad de programas,
algunos incluso implantados en grandes extensiones del África, que han
demostrado la posibilidad de duplicar o triplicar la producción de
cultivos alimenticios con métodos agrícolas de mano de obra intensiva,
científicamente mejorados y totalmente orgánicos. Las edificaciones de
barro han vuelto a ser valoradas; lejos de considerarse “primitivas”,
resultan durables, adaptables a las condiciones ambientales y muchas
veces también estéticas. Incluso disponemos de métodos baratos para
recolectar, purificar y conservar agua.
En cuanto se canceló parte de la deuda de Tanzania y el gobierno dejó que el pueblo decidiera qué hacer con el ahorro de ese dinero, en una región el número de niñas inscritas al colegio se incrementó repentinamente en dos tercios gracias a la eliminación de cuotas escolares.
En cuanto se canceló parte de la deuda de Tanzania y el gobierno dejó
que el pueblo decidiera qué hacer con el ahorro de ese dinero, en una
región el número de niñas inscritas al colegio se incrementó
repentinamente en dos tercios gracias a la eliminación de cuotas
escolares. Las estadísticas muestran, además, que cuando una chica
incrementa su escolaridad en tres años tiene un hijo menos al llegar a
la madurez. Y podríamos seguir dando ejemplos, pero todas las soluciones
a los problemas más elementales tienen una gran desventaja: son de bajo
costo y no se traducen en rentabilidad para las corporaciones, los
bancos y los onerosos consultores. No se basan en el mercado, sino en la
solidaridad, de manera que resultan inaceptables según las normas del
Consenso de Washington.
También sabemos, por desgracia, que a veces la principal necesidad de un
pueblo es tener un gobierno honrado. Global Financial Integrity, una
ONG que da empleo a ex personal del Fondo Monetario Internacional,
calcula que las riquezas que salen del hemisferio sur cada año suman
casi tres billones de dólares. Dos economistas de la Universidad de
Massachusetts midieron las transferencias de cuentas públicas a privadas
en 48 países del África subsahariana en un período de 30 años: más de
$720.000 millones. Destacan casos en los que hasta 60% de un préstamo
salió del país en el mismo año en que fue otorgado. Los pueblos tendrán
que seguir sacrificándose con tal de que se paguen los intereses de esas
deudas, como si los préstamos efectivamente se hubieran invertido.
¿Será posible que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional,
celosos vigilantes del cumplimiento de los programas de ajuste
estructural impuestos mediante el Consenso de Washington, no advirtieran
estos robos? ¿O acaso conocían la situación y no hicieron nada al
respecto? En el primer caso, es justo constatar su incompetencia; en el
segundo, procede acusarlos de complicidad.
El mundo ya tuvo más que suficiente del Consenso de Washington y es
hora de imponer el Consenso de Estambul, un acuerdo basado en el sentido
común, las soluciones de bajo costo, la transparencia y la justicia y,
por fin, brindar una verdadera oportunidad a los pueblos de los países
menos desarrollados.
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